SUEÑO DE UNA COPA PICHURRIA DE VERANO (2020)

 

No veo fútbol hace resto. De hecho, creo que le he perdido cariño a esa vaina. Veo los partidos de la Selección porque me parecen el resumen de lo que me pierdo en cada liga, pero a esta altura, me soba los huevos cualquier “picado”. 


Hace poco Bayern salió campeón de la UEFA, y me vine a enterar de chanfle por una charla de Guasap. Por nombrar otro ejemplo de lo desconectado que ando: me hallaba en medio de dos parceros parlando sobre quién sería el próximo Falcao del país y la verdad… ningún nombre se me vino a la cabeza, porque no tengo referentes. 


No por esto me las daré de intelectual e iluminado con comentarios inflados, denigrando el fútbol y sus florituras. Me gusta, me gozo un partido, hago barra cuando puedo, pero si no veo un juego el resto de mi vida, pues no pasa ni mierda. Si el parche es bueno, y el partido elegante, aprecio sin ningún problema un equipo que se arme, que sepa transitar la pelota, que tenga un par de magos con fuegote en esas patas, que hagan goles épicos, que claven al contrario como carpa en potrero, en fin, que haya espectáculo. 


Si hago el esfuerzo, y veo que me puedo mezclar en la memoria colectiva, diré “claro marica, ese man era un duro”, “no, ese partido fue una chimba” y frases de cajón salvapatria. Y bueno, hay partidos muy gonococo que recuerdo con detalles, como el cinco a cero contra Argentina, el uno a uno contra Alemania, el tres a tres con Chile, entre otros.


Sin embargo no vine a hablar de estas escenas colectivas, martilladas en la memoria de cualquier colombiano catano. Los traje para hablar de otro equipo de fútbol, uno que me hincha el pecho de orgullo, a pesar de su tremenda calaña bajera. 


De una vez les digo, hay detalles que se me escapan de la memoria, y a pesar de que me ayudaron a recordar muchas partes de esta historia, lo que se viene puede que sea un montón de carreta pintada de verdad, o la historia más putamente verdadera con trazos de carreta. 


Ya saben: tomen su silla, acomódense, díganle a todos “no me vayan a joder que voy a leer a Manny” y nos fuimos...


Vodka Juniors. 


No, no es la competencia de Tequimon, Tequilazo, Momentos, Eduardo III, Cariñoso, Moscato Pasito, Ivanoff, Niquelado, Chin Chin, Coco Chévere, y decenas de tragos más, devaluados y tóxicos como novia o novio aleta, pero en la lista principal de licores pobretones universitarios. 


Así se llamó mi equipo en la Universidad Nacional de Colombia: Vodka Juniors. El único en el que jugué. No hubo más, no busqué jugar en otro después de nuestra estrepitosa faena. Fuimos la vergüenza de una facultad, y nos convertimos en leyenda. Y aunque nadie nos recuerde, lo que hicimos… lo que hicimos quedó para este cantar de gesta.


El año es 2004. Pueden verme -a  mitad de mi carrera- flaco, ojeroso, fumón, farrero, con un montón de libros por leer, llevado, camellando en un café Internet frente a la Luis Ángel Arango para costear las fotocopias, los buses, las comidas, los semestres, las cervezas; con un turno que iba de lunes a viernes, de 4 a 10 p.m., sábados de 10 a 4 p.m. Después cerraba, limpiaba el chuzo, y parchaba para mi casa. Llegaba casi a media noche a leer, a hacer trabajos, y a dormir así fueran 3 horas, para estar de nuevo en clase de 7. Era un ciclo, una nea.


Por aquellos días comencé a parchar con el Maestro del Mal. Quienes han escuchado hablar de él no necesitan introducción alguna. Quienes no, baste saber que era un cínico por oficio, malditamente sagaz, educado en la calle, con talante para crecer, de pelo largo, bicicleta, rebuscador, sonrisa amplia, palabra fácil, venenoso en los comentarios, pero acertado. Ese era, o es, el Maestro del Mal.


Él sería el artífice de este milagro ridículo que bautizamos Vodka Juniors, y que nació de su iniciativa por hacer un equipo de fútbol parido en las entrañas de nuestra carrera. Un proyecto que la verdad no tenía futuro, nacía de la nada y para allá iba a dar. ¿Qué clase de deportistas puedes sacar de un montón de literatos, acostumbrados a fumar por inercia y jartar por costumbre? Ya entienden ahora el por qué del nombre del equipo.


Después de convencernos, y de reunir a un grupo no selecto de gente, o más bien, a los que le dijimos, sí, porque simplemente buscamos más espacios para mamar gallo, inscribió el equipo en el campeonato de la Facultad, y nos echó de frente a las líneas de guerra. ¿Cómo se armaba el equipo? ¿Quién hacía qué? ¿Cuál era nuestra táctica? Nada de eso se tocó, y si él lo hizo, ninguno prestó atención, pero la regla general era simple: hacia el lado contrario se chutaban goles y había que zampar muchos.


A los días de la inscripción fuimos a ver los grupos, queríamos saber cómo estaban las cosas y lo que se nos venía pierna arriba. La Facultad inscribió reguero de gente, ese teterado de copa tenía más de 60 equipos. Recuerdo que de esa primera fase saldrían como diez u once grupos, sino más, cada uno con siete equipos, otros con seis. El de nosotros era de seis. La primera ronda era brevas: un gangbang. De cada grupo pasarían los cuatro primeros, o algo así, y luego los tres mejores terceros. La verdad esta parte no la recuerdo bien, pero el cuento es que era imposible quedarse por fuera, había que ser asquerosamente malo para no clasificar. Así que teníamos cinco partidos para demostrar por qué éramos la sangre joven lista para retar a los estamentos.


Resultó que la sangre joven tenía más alcohol en las arterias que Beto Bebeto, y algunos de los jugadores, aparte de ser fanáticos del Mustang, también le metían a la lechuga loca y al polvo de hadas. A cada partido íbamos casi los necesarios para no perder por doble U, boleando pata a cualquier lado, con un técnico que no lograba encontrar la llave para armonizar tanto petardo junto, y terminamos, después de una funesta primera ronda, perdiendo hasta los calzoncillos. 


Resultado: de cinco partidos perdimos seis, porque el partido moral de “al menos caemos con dignidad”, nos lo cagamos también en una fornicada técnica cuando nos metieron once a cero. Cuando eso pasa perritos, el juego se suspende y uno se va a la casa a untarse vaselina en el ojete la noche entera.


Ni que les digo de ver las tablas al final de esa primera ronda. Debo aceptar que fui por puro gozo masoquista a constatar que ahí estábamos, en lo más bajo del grupo, al fondo, donde nadie pasaba ni siquiera de “mama-bolas amateur”. Si hubiera existido un “Peor Debutante”, seguro también lo perdíamos. El Maestro fue y constató la noticia, aunque negarla hubiera sido muy hijueputa. Eso es como estar abrazado a un muerto y tener que esperar al CTI para que te “confirmen” que el occiso está realmente bien occiso. 


Y así se acabó el periplo del Vodka Juniors en el campeonato de la Facultad.


Con mucha pena, nada de gloria, sudándola toda y cagándola siempre. 


Con el rabo entre las patas, y directico a casa. 


Entonces… aquí es cuando esta vaina se pone buena…


Como en la batalla del Abismo de Helm, cuando todos se sienten repenetrados por la situación, y se miran entre sí con cara de “nos culiaron, perro”, pero de pronto Gandalf el Blanco aparece en la loma montado en Palomo (o como quieran llamarle) y les salva el orto de los orcos, así le pasó al Vodka Juniors.


Resultó que de los cuatro equipos que pasaron, dos se retiraron, o quizá descubrieron la causa perdida de un campeonato que ahora arrancaba en 32avos de final, con 64 equipos esperando coronarse campeón. Sí, desde cualquier perspectiva, esta pendejada consumía tiempo y recursos, y para cuando arrancaron los partidos definitivos ya teníamos medio semestre metido, es decir, muchos estaban rematando y salvando lo que les quedaba. Mi parche, a pesar de no ser lumbreras, teníamos resueltas nuestras vueltas, y si no fue así, pues al menos yo sí. 


El Maestro fue notificado en una llamada: “sí, buenas, ¿Maestro del Mal? Sí, con quién más esperaba hablar. Mire, llamamos de la Facultad a decirle que tuvimos un impasse y su equipo ahora se encuentra en la siguiente ronda. ¿Cómo? Sí, que tuvimos… ¡No, eso no! ¿Qué estamos en la siguiente ronda? Sí Maestro, así es. (Voz en off, hablando lejos del auricular) ¡No seamos hijueputas! (Vuelve la voz a la conversación) Pero esperen, hay que pagar algo, dar algo… ya ustedes saben… es que mi Colombia… No Señor Maestro, usted solo lleve su equipo a la cancha y lo demás es jugar. ¡Ah carambas! Muchas gracias, de verdad que estamos muy agradecidos… Maestro, deje el discurso para la futura victoria, usted solo llegue y haga su mejor esfuerzo. No lo duden, de verdad… Maestro, gracias por contestar, pero debemos hacer otras llamadas. Por su tiempo, muy agradecidos. Hasta pronto. Hasta pronto. (Clic, cuelgan, se oye una voz en la oficina de la Facultad) Menos mal estos maricas aceptaron, sino ¿cómo llenábamos ese hueco?


Esto nunca pasó, pero así quise imaginarme la vuelta, y listo, ya ustedes saben que quedamos adentro. Sin un solo partido ganado, con más de 20 goles en contra, arrimamos a 32avos vacíos de esperanza y muchas ganas de seguir mamando gallo.


A ese partido llegamos insuflados perritos, no tanto por estar al otro lado del charco, sino porque podíamos perder con la tranquilidad de haber cumplido, así fuera por un descache fortuito. El Maestro nos reunió, y nos dio la charla técnica más corta y sentida del campeonato: “Pues muchachos, aquí llegamos sin merecerlo, así que no tenemos lío si nos vuelven mierda. Nada hicimos y seguro nada haremos. Salgamos a jugar y qué pasé lo que sea”. Esta parte no es mentira, no me la inventé, palabras más, palabras menos, con este discurso saltamos a la cancha. 


Y entonces, Gandalf apareció.


Bien dice el cuento que cuando no hay nada que perder, pues ya valiste verga y te lanzas de cabeza por el todo: eso hicimos. Nos comimos la cancha, nos convertimos en equipo, algo por dentro nos pateaba y la sangre nos bombeaba a los guayos. No era la bareta de unos, la perica de otros, el guaro barato de todos, no… Era algo mucho más simple, pero que hasta hoy entiendo: no teníamos fe. No creíamos en nada, ni siquiera en nosotros mismos, así qué, ¿por qué creerle al otro? Perros, nos fornicamos al contrario, y como John Holmes en sus mejores épocas, destrozamos el sentadero del adversario. Los goles entraban, nuestro arquero tapaba, los pases salían… ¡Esta faena era orgásmica! Salimos tan agrandados de esa cancha, que nos llevamos las bolas en carretillas. Esto, papetos, es lo que llamamos un milagro. 


Obvio que festejamos, estrellamos polas, hablamos mierda, nos creímos campeones, y salimos para nuestras casas con la extraña satisfacción de haber ganado el campeonato mundial de lanzamiento de bolitas de papel.


Pero después del juego vino la pregunta obligada: ¿y ahora qué?


Claro, nos habíamos echado a la muela a uno de los tantos que pasaron a 32avos de final, pero de 16avos para adelante la fiesta se iba a poner pachuca. Y entre más se subiera, más duro era el baile. Y bueno, nosotros éramos un chimbazo de pacotilla que había llegado hasta aquí por azares y un único partido ganado. Como papá basuquero, no teníamos ni cinco para responder. Así que llegamos al siguiente partido como fuimos al anterior: sin nada en mente, más que dar pata. 


Ese partido me lo perdí yo, no pude estar ahí, pero quienes lo vieron cuentan que de la nada este esperpento culero se levantó y encendió a fuegote el rival. Cuando llamé al Maestro me confirmó mis peores temores: estábamos en 8vos de final. 


Es decir, 8 partidos, 16 equipos, y aún seguíamos respirando.


Aquí le meto el FF al video, y los llevó un poco más adelante: después de pasar 8vos contra un NN, jugar 4tos contra Los Alpinitos y azotarlos (flagrante campeón de dos años atrás), darle por las nachas a los Yaguaretes en la semifinal (finalista de alguna versión, equipo de un compañero de carrera que se gozó nuestra caída y lloró nuestro ascenso, quizá el único juego que terminó en trifulca) para llegar hasta la final. 


Sisas bebés, hasta la final.


Y siempre con el mismo discurso antes de cada partido: “Pues muchachos, aquí llegamos sin merecerlo, así que no tenemos lío si nos vuelven mierda. Nada hicimos y seguro nada haremos. Salgamos a jugar y qué pasé lo que sea”. 


Esto se convirtió en nuestro mantra técnico.


Al último partido de nuestra vida fuimos todos, y creo que por primera vez tuvimos una barra de aparecidos, gente de la carrera y de la Facultad que vieron nuestro sinuoso ascenso y se cagaron de la risa con cada tropiezo que dimos. No los culpo, hasta nosotros lo hacíamos. Esto era una comedia pedorra de Dago García, llena de clichés heroicos, vueltas de tuerca descabelladas, con un protagonista más malo que sacarse un pajazo con estropajo. 


Frente a nosotros estaba el contrario, y aunque no lo crean, no recuerdo su nombre. Los nervios estaban reventados, de nuestro lado se encontraban: el Maestro del Mal, Benjamín, Freddy, Roberto, HildeBrandy, César, Jimmy (No-Chara), un hincha del América, otros que no recuerdo, y yo. Tal vez es un poco tarde para esta aclaración, pero si no les había dicho, estos eran equipos de cinco personas, con todos los recambios que quisieran. Con que aparecieran cinco gatos en cada partido, la vuelta funcionaba. De ahí para arriba, era oxígeno pal juego. 


Ese partido arrancó con el consabido mantra, y la titular que tenía a los que nombre arriba, menos Freddy, César, y los demás. Apenas el silbato sonó, salimos como almas escapando del infierno a jugarnos el todo por el todo en tal vez, la única oportunidad de figurar en una instancia parecida a esta en nuestras vidas.


Ahí pueden vernos.


Vodka Juniors, aquel mamarracho que se habían paseado por las masculinidades de los equipos de primera ronda, que ya estaba como Chile en el Preolímpico del 2000: montado en el avión para devolverse a casa, que hasta sus mismos protagonistas creyeron “el gandulfo del barrio”, se peleaba de tú a tú con un equipo legítimo, que se había ganado su lugar hasta arriba a punta de perforar a sus contrincantes con talante, estilo, juego y magia. 


La vida no es justa.


Para nada.


Al menos no con los que perdieron frente a nosotros, porque para nosotros, era putamente justa y poética.


Y con su fastuosa injusticia, estábamos dando leña a un equipo serio, de esos que se juntan a echarse partidos de práctica, de calentamiento, de echar bareta, y más. 


Salía uno, entraba otro, César corría por la lateral desfondado, seguía derecho hasta el palo de la esquina para vaciar sus entrañas en un guayabo pre-final increíble. Un público desconocido rugía, el árbitro pedía cambiar al ebrio, recambio y seguíamos. Medio tiempo, a alguien se le ocurrió meterse magia en las ñatas, el árbitro se emputa y amenaza con mandarnos a la mierda. Cogimos al susodicho, le dijimos hasta cómo le íbamos a meter las media por el culo, con todo y pie adentro, desintoxicación exprés y sale pa’ pintura. 


Arranca el segundo tiempo, más balones suben y bajan, HildeBrandy se preña con la bola, no la quiere parir, charla técnica, “HildeBrandy hijueputa, soltá la malparida bola marica”. Yo lo entiendo, quiere ser un héroe en un partido donde sobran, porque estar en este juego sin tener historial que nos respalde, es más grande que ser Simón Bolívar. De nuevo la bola transita, sudor, madrazos, nos acercamos al final, se alarga el chico. “Pues muchachos, aquí llegamos sin merecerlo…” una vez más lo repetimos, a ver si se nos da. 


Dos extra-tiempos que aprietan las piernas de quienes jugamos como culo de muñeco, los penales se asoman por la cancha, nadie quiere ceder, estamos frente a uno de esos momentos donde una cagada, una pequeña poposiada, manda todo a la gaver.


Y sí.


Alguien la cagó.


En una última jugada, el delantero del equipo contrario se adelantó por la punta que cubría Roberto. Fue una decisión de esas tipo “pasa el balón o pasa el jugador, pero ni pal putas los dos”. Roberto se barrió, lo descosió. Tiro libre.


La barrera se armó como pared de ruso-maestro-de-obra-certificado. Mucha gente gravita por el área. Cobran, el balón rebota, Benjamín suda los últimos electrólitos, ese marica está acabado, lo ha dado todo tapando, pero la barra de poder se le desvaneció justo para el último tiro directo al arco.


Gol.


Y no de Vokda Juniors.


Definitivamente éramos colombianos.


Con los ojos en tierra vimos al contrario festejar, y desde la estación “Nos Vemos Pirobos” escuchamos el pitazo del tren “Victoria” arrancar sin nosotros.


Sí, creo que lloramos, ¿o tal vez no? No, creo que más bien nos levantamos, felicitamos al rival, y como si saliéramos de una guayabo ni el berraco (César literalmente salía de uno), abrimos los ojos para ver hasta dónde habíamos llegado, sin proponérnoslo. 


Esta faena había sido un viaje muy gonococo, uno que empezamos sin ni siquiera conocernos bien entre quienes jugábamos, y que a través de una suerte muy áspera e instantes de genialidad nos convertía en subcampeones de una copa pichurria, en la mejor universidad del mundo: la Universidad Nacional de Colombia, Sede Bogotá, Facultad de Ciencias Humanas, bajo el estandarte de la Carrera de Literatura. 


Obvio, a nadie le importó nuestro “triunfo” y esta historia irresponsable, irreal, irrelevante, irresoluta, irrestúpida, solo sobrevivió en nuestros recuerdos y una camisa gris, que fue nuestro premio de segundo puesto, y que ustedes pueden ver adornando en la foto de esta simple crónica.


Lo peor: después de mi título profesional (ese pedazo de cartón que simbolizó la cereza del pastel de mi carrera) lo único que me encantaba devorar con los ojos era mi molida número 3. Para esta historia revolví media casa, y paila… Mi unicornio gris se me perdió. ¿O tal vez esté en una de sus casas? Quien tenga información, comuníquese conmigo.



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