EL CELULAR MÁS MONSTRO QUE HE TENIDO (2020)

No solo diré que mi segundo celular fue él número 2 (el primero que tuve fue un ladrillo reagresivo que ni siquiera está enlistado, pero un pelín más moderno que el número 1), sino que les contaré la historia de cómo esa panela demostró ser la máquina más monstro que he tenido. Siéntense, bebida en mano, y nos fuimos…


Como por 2002, en un época de farras al cien, me fui a echar una polas por la 45 con 30, ahí cerquita de la Nacho (¡viva mí U no joda!) después de clase. Creo que a eso de las 10 pm mi parcero, de quien me reservo el nombre para que vean que puedo guardar secretos (pero tú sabes quién eres “doctor” je je je) se le ocurrió parchar a una fiesta a la que había sido invitado, solo que tenía pereza de ir porque tocaba viajar hasta la quinta porra.


Party es party, y esa hora y ya prendos, pues qué carajos… Apenas me dijo, yo respondí: ¡Nos fuimos de farra! De pura lámpara, sin invitación y de colado.


Llovía ligeramente (es Bogotá, siempre llueve ligeramente), y empezamos a boliar sueco hasta la Calle 13 para coger Transmi. Era una caminata como de 15 minutos a lo que daba.


De pronto, cuando íbamos pasando por el cruce de la 45 con 24, donde hay un caño, o un antiguo río, creo que se llama El Arzobispo, escuchamos clarito…


GUAUU!! GUAUU!!


Sí, leyeron bien, guau-guau, es decir, un perro. ¿Pero qué tiene de especial un perro ladrando a las 10 y algo de la noche, un día viernes? Quizá para muchos nada, pero para mí y mi parcero eso era un grito de ayuda.


Aguzamos oído, esperamos de nuevo, y sin demora se repitió: Guau!! Guau!! Nos miramos, ambos sabíamos que lo habíamos escuchado, nos asomamos al lava carros ese que queda en esa esquina (si es que aún existe) y no vimos ser vivo que hiciera ruido.


De nuevo el ladrido se escuchó, la lluvia aumentó (en el peor momento carajo), la visibilidad era nula. Metidos bajo una sombrilla intentábamos descubrir si eran de este u otro mundo. Un nuevo ladrido nos dejó claro donde estaba el perrito: venía desde el caño.


Corrimos, nos asomamos, el agua estaba crecida.


El latido se escuchó cerca. No se veía un orto.


¡Parce, este perro se está ahogando, hay que salvarlo! Dije, mientras en el acto me metía al inmundo caudal. ¡Qué farra ni que hijueputas! Si ese perro moría ahogado, era mi culpa: había que sacarlo.


Mi parcero me echaba gafa desde la orilla del caño, buscabamos por todas partes…

De repente lo vimos.


Al otro lado del caño, es una especie de andén o volado que tenían las paredes, el buen perro retozaba feliz, se acostaba en el pasto en pleno temporal, y se levantaba para ladrarle al agua, que crecía a cada minuto.


Creo que nuestra presencia terminó por arruinar su juego, así que nos echó una mirada torva, y salió pitando, dejándonos al güevón de mi parcero y a mí con un nuevo lío: sacarme de ahí.


Quienes no han estado metidos en un caño en plena oscuridad, bajo un temporal de aguacaca y lluvia, dirán: “ahhhh, pero eso es brevas”. Lamentablemente, no es brevas. Yo estaba hasta abajo, con un río de mugre empujándome, ¿y a que no adivinan a donde me llevaba? Nada más y nada menos que al bello túnel que se encuentra justo debajo de ese pedazo de la 45. Lo pondré así: estaba prendo, a oscuras, en plena lluvia… es decir, tenía poquísimas posibilidades de librarla.

Otro detalle simpático: las paredes estaban cubierta de un limo verde todo paila. Claro, ese limo tal vez tenga su misión en la naturaleza, pero en ese momento cumplía con una bien pelle: no me permitía sujetarme al terreno. Traducción: mis pies resbalaban y cuando trataba de escalar las paredes, pues me deslizaba. Afuera mi parcero buscaba un palo, gritaba al unísono conmigo por ayuda, no tenía ni idea de qué hacer.


Y entonces aquí llegamos a lo que nos importa….


En plena lucha, tratando de salir de ahí, mi Nokia 5125, mi guardián de la culebrita, ese pedazo de panela que pagaba a cuotas, se me cayó.


¡No seamos maricas! Pensé. Ya la cosa estaba fea, y ahora iba a perder ese aparato, que aún debía. Sin pensarlo me solté y me tiré de cabeza a rescatarlo. Lo alcancé y me lo metí en el bolsillo. El celu hace rato estaba empapado, apagado, chorreando agua, y si no salía de ahí, los dos íbamos a terminar ahogados.


Muy rápido, como pasa en las películas, me di cuenta del entredicho, y un Manuel desde el fondo de mi cabeza dijo: ¡Papi nos jodimos! Estamos a escasos centímetros de la boca del túnel. ¿Puedes escucharlo? ¡Sí! Es el eco del agua que revuelve todo allá adentro, a oscuras, donde vas a terminar con la jeta como nido de moscas! ¡Qué muerte tan paila! Y sin rescatar el maldito perro. Más bajo no se puede.


Atacado por este monólogo interior, me la jugué, y con alma, vida y sombrero, le clavé las uñas a la pared. Esos ladrillos se me hicieron de fuego, sentí como los dedos se me abrían. Mi parcero se agachó y estiró la mano lo más que pudo. Le gané algunos centímetros al suelo, desesperado me impulsaba hacia arriba mientras mi pulgar izquierdo se quedaba sin uña. Mi parcero me sujetó los dedos, yo me aferré como se aferra uno a lo último de la quincena, y de un bote salí. ¡Lo hicimos! ¡Toma eso maldito caño! Estaba afuera, con un dedo calvo y sangrando. Y claro, empapado, olíendo a potrero, y con el celular muerto.


Si habíamos estado prendos, pues de eso no quedaba nada. Nos miramos como si hubieramos tocado el cielo. Nos cagamos de la risa. Nos abrazamos. Nos fuimos para la fiesta esa, al fin de cuentas teníamos una historia loca esa noche por contar.


Lo que pasó en la farra es material de otra anécdota, solo diré que me plancharon la ropa, que quedé oliendo peor, que mi dedo parecía un ciruela madura y que echamos paso hasta la mañana siguiente.


Fast forward: llegó a mi casa el sábado. Estoy mamado, no tengo energía ni uña en mi pulgar. Me meto un baño, uno largo, huelo a cañería, a lluvia, a echar paso toda la noche. La casa donde estuvimos, una elegancia de gente. A nadie le importó que oliera a caca, al fin de cuentas, todo había sido por una noble acción. Chimba de gente.


Metido bajo la ducha pienso “ya qué… me quedé sin celular. Voy más bien a lavar esa vaina, lo seco, y a la de Dios”. ¡Ni siquera en la uña pensaba! Claro, mucho después la extrañaría, pero en ese momento solo tenía cabeza para el celuloco. Salgo de la ducha, busco esos destornilladores pecuecos que son todos chiquitos, los que compraba uno en todo a $1000 (mínimo ahora deben ser "todo a $20000"). Desarmo la torta, le quito cada componente, memorizo la vuelta para la armada. Ese Nokia estaba más cagado que yo por dentro. Lo destripo enterito, y me quedo pensando “si sobrevive, este man es muy warrior”.


Todo lo plástico lo lavé como por 15 minutos, lo pringué con agua caliente, y le metí alcohol. Todo lo electrónico le di un duchazo breve (ya se había mamado como 15 minutos de agua, ¿qué eran 60 segundos?), y le bolié alcohol al cien.


Luego, con un secador en bajito, lo empecé soplar. Me tiré como tres horas dándole, hasta que sentí que era suficiente. Lo dejé sin armar por otras 24 horas frente a la ventana, que le diera el sol, y finalmente el domingo lo ensamble.

Muerto.


El Nokia no hizo ni glu glu glu.


¡Ahhh qué cagada! Me dio un ira casi santa. Todo por dármelas de Green Peace, en vez de seguir derecho, pa qué me metí a ese caño, y en fin… Pueden citar las tonterías que uno dice cuando está con la piedra afuera. De paso les digo: cuando ya se me pasó la rabia, no me arrepentí de haber saltado al vacío por salvar a otro ser vivo. Y si tuviera que hacerlo de nuevo, no lo dudaría dos veces.


Esa noche me senté a revisar mis tareas, tenía lecturas, además de que trabajaba al otro día, por tanto había que alistar uniforme. Me acerqué al armario, ahí tenía un radio desbaratado para amenizar las leídas, al lado el celu.


Fue cuando noté ese brillo verde…


¡Mi Nokia 5125 estaba encendido, con la batería baja, y recibiendo señal.


¡El hijo de perra lo había hecho! ¡Estaba vivo!


No lo pude creer, lo tomé como quien levanta una hija (ahora ya sé cómo es eso) e hice una llamada de prueba.


Al pelo. Una bellezura. Casi que bailamos juntos.


Había sobrevivido a semejante historia frita.


¿Esta? Nooooo, esta no es nada. Tengo otra más inverosímiles, pero otro día se las contaré.

Tengo 40, y esto sucedió cuando tenía 22…


Ni se imaginan las de antes, y menos las que pasaron después.


Y una cosa me quedó clara: si algún día tenía la mala suerte de atestiguar un hongo nuclear sobre mi cabeza, el maldito celular seguro seguiría dando señal en mi rostizada mano. No había de qué preocuparse.


Dudo que mi iPhone aguante un estornudo (de hecho, una vez se me partió la pantalla de mi iPhone 7 recién comprado… pero esa historia va otro día).





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