MI PRIMERA BÚSQUEDA DE CAMELLO CUANDO TENÍA 18

¡Casi le pego a todas! Según este reporte, yo estoy jodido y mi trabajo vale tres tiras de monda. Debí ser Hawker, eso suena elegante, como a superhéroe o personaje importante, aunque no tengo ni cinco de idea de qué va. Para doctor no tengo vocación: eso es como ser portero de fútbol. Cuando a la gente se le da la gana eres un héroe, cuando amanecen con el mico al hombro eres un villano. También debo reconocer que todos los trabajos de la columna izquierda son una agonía: mis respetos para quienes los llevan a cabo. Pero lo peor sería no pertenecer a ninguna de las dos listas. 


Estar desempleado es la cagada, sobre todo en estos apocalípticos días. Bueno, realmente estar desempleado es la cagada en cualquier momento. Aunque gracias a mi trabajo (uno de los “no esenciales”) no he dejado de cobrar mi cheque ni un segundo. Sin embargo, no siempre fue así. Muchas veces me vi de brazos cruzados, y tuve que rebuscarla y camellarla en lo que fuera para garantizar mi papita. Esta foto me hizo recordar la primera vez que, periodico en mano, me fui a una súper entrevista de trabajo, tan única, que procuré jamás volver a repetirla. Tomen su bebida favorita, relájense, y a leer…


1998. Yo estaba estrenando mi contraseña, que por cierto me valía hongo porque primero, no me interesaba, y segundo, sabía que apenas estuviera el trámite listo, oficialmente sería un ciudadano con deberes y responsabilidades, tales como firmar legalmente un contrato, ser arrestado, y cosas así. Como menor edad había coronado empleos pecuecos, tales como vendedor de zapatos en un Renault 4 por las calles de los barrios, impulsador de paquetes turísticos en las playas de Cartagena, y el más lepra: recreador por los lados de Castilla. De este último trato de hablar poco, aunque las historias son de quilate (como aquella vez que me disfracé de Pedro Picapiedra… ¡qué video!). Pero ya con cédula, el nivel era otro.


Para dejar aún más claro mi desinterés por este documento, baste decir que yo cumplo en Marzo 17, y que la fui a sacar hasta Junio 4. Habitualmente la gente alcanza la mayoría de edad un día, y al siguiente se madrugan a la Registraduría, pero en mi caso, nanai. No recuerdo qué me motivó a hacerlo, pero bueno, un día me levanté y salí con la misión de sacarla. Creo que la cosa era cuestión de economía familiar, en casa estábamos cortos, y había que buscar una fuente seria de lucas. Y un vago de 18 años años, enfarrado todo el tiempo, pues no aportaba mucho.


Ese día madrugué para Fontibronx, y me saqué las fotos para la cédula en un roto por ahí,  cerca de la Registraduría (nada de Foto Japón, ancianos, eso era muy caro). En ellas salía carilavado, el pelo largo me cubría el rostro a los lados, vistiendo una camisa repelle, una chaqueta vieja de pana naranja más pelle, trasnochado y enguayabado. Fotos en mano, se las mostré a mi papá. Cuando las vio, los ojos se le blanquearon, y enseguida me mandó a sacar otras: ¡La cédula es pa’ toda la vida!, dijo. Honestamente, mi papá siempre ha sido un sabio de esos que ha trajinado resto y sabe de vueltas, de hecho admiro y comparto muchos detalles de su forma de ser (sisas bebés, no daddy issues aquí, los superé como a los 20 y pico) pero con la cédula… La verdad esa vaina nunca me sirvió más que para decir “yo soy yo” cuando alguien dudaba, y empeñarla cuando estaba con la pata en el barro. De resto, creo que hubiera podido salir con mi chaqueta naranja podrida de pana, que a nadie le hubiera importado un jopo. Que eran otros tiempos…


Sigamos.


Como no tenía ropa “de hilo”, pues me vestí con camisa, corbata y chaqueta prestadas (para rematar, yo era un palillo). Me devolví al mismo roto, y me tomé mis fotos otra vez. Salí como un gancho de ropa, con el pelo engominado para atrás, y la misma jeta de trasnocho. Esta vez, con las fotos aprobadas, fui, hice mi trámite, me dieron mi contraseña, y nos vemos en tres meses. Por algún lado deben estar esas fotos; la versión “habitante de la calle” y “habitante de la calle rescatado”. Es más, creo que alguna vez alguien, de formas que no entiendo, se levantó una de esas fotos y la montó en su FB. Si me lees ahora, y tú sabes quién eres, te lo preguntaré una vez más: ¿de dónde carajos sacaste esa vaina? Creo que te pedí varias veces que la bajaras, y jamás lo hiciste, así que ahora te diré: ¿la tienes por ahí que me la dejes ver para cagarme de la risa una vez más? Es más, ese man ya no soy yo. Lo único cierto es que esa fotos engrosan la lista de “la plata más mal invertida del mundo”.


Ahora sí, con el papel el mano, llegamos al quid del cuento, donde comienzo a buscar trabajo. 


Yo les pregunto: a los dieciocho años, sin experiencia laboral, con solo el título de bachiller, sin libreta militar (esa es otra historia de otro día, de por qué nunca tuve libreta militar), sin pasado judicial. Sí, pasado judicial, otro pedazo de documento inútil que requería un madrugón ni el treinta hp al DAS, pagar como 25 lucas, pasar una foto, y recibir una libreta de chances que decía que uno estaba limpio. Sin nada de esto, sin palancas, sin lucas, ¿a qué se puede presentar uno?


Me levanté los clasificados de un diario X, y después de revisarlos concienzudamente, escogí varias ofertas, todas en el rango de “mensajero”, “patinador”, “ayudante”, “auxiliar” de cualquier mierda, y el bien conocido “todero”, función indispensable dentro de cualquier empresa sin recursos, que trata de cubrir cuatro plazas con un solo marrano. De pronto vi una que me deslumbró: ASESOR DE VENTAS (en mayúscula sostenida y que tales). Uyyyy parce, pensé, esta fue. Aquí la hice. La marqué, me engallé, y parché para la entrevista. Porque además, no había que mandar hoja de vida, sino que tocaba caer en paracaídas para ser seleccionado de guan. Es decir, refácil, como nos gustan las cosas que siempre salen mal.


Con mi ropa prestada, con ese cuello de olleta que me bailaba y ese saco de loco atrapa niños arranqué para el Siete de Agosto, allá era el lugar. Es más, mirando Google Maps les tiro la dirección exacta. Claro, todo se ve súper cambiado, pero no hay duda alguna: era un edificio como a mitad de cuadra, que por lo visto ya se soplaron, sobre toda la Carrera 25, entre las Calles 66 y 67. Hasta ahí fui a dar (yo vivía en Alameitor, por Engato).


Viernes, 8 am, apenas llegó veo una fila de aspirantes desempleados igual que yo, digo para mis adentros: esto va a estar jodido, la competencia va a estar dura, mucho cucho, la veo grave. Pero bueno, qué más da. Ya estaba ahí, pues lo peor era irse. Poco a poco entramos a un segundo o tercer piso, no recuerdo bien. A un salón como de bailes, o comunal, o una vaina ahí como un cruce entre las dos cosas. Sillas Rimax cubrían el espacio, un tablero al frente, el quorum preparado. ¿Tinto? Me preguntan. ¡Cómo no! Respondo como marica, sin pensar que tal vez estaban envenenando gente, vendiendo organos, violando bobos. Gratis, hasta un puño.


Cuando yo el pueblo estaba sentado, cálculo que seríamos unas 40 personas, que ya no esperábamos a nadie más, que estábamos listos para esta entrevista-casamiento grupal, salió un tipo de paño chichi, y después de saludarnos, sin ton ni son, arrancó una charla sobre creer en uno mismo y nunca dejar de luchar. Por un instante esa vuelta se convirtió en un seminario. De hecho, por un segundo pensé que nos reclutaban para alguna secta rara. El tipo lanzaba preguntas genéricas de cómo esperábamos salir adelante en nuestras vidas, y sostenía enunciados trillados como que Colombia era el mejor país del mundo, que estábamos en el mejor vividero, que éramos la gente más feliz de la tierra, y etcétera de clichés que te dices a ti mismo cuando el país te rompe las bolas. La verdad, una charla que a secas, a esa hora, y desempleado, se me hacía una soberana estupidez, pero como siempre digo, untado el dedo…  Así que decidí pararle bolas al todo el asunto por si en la supuesta entrevista preguntaban algo de lo que el hombre había dicho (y yo más güevon, seguía creyendo que iba a haber una).


Cuando acabó, sacaron un TV catódico mínimo, miserable, montado en un repisa de rueditas. Para ustedes millennials, Z y otros desubicados, un TV catódico es una TV super vieja, de esas culonas, que había que montar en una mesa con refuerzo. Bueno, si es que esto lo lee alguien menor de 35 años…


Silencio absoluto.


Yo pensé: no veo nada desde aquí.


Arrancó la película.


Durante casi 15 minutos rodó un video con una historia tan increíble como esta entrevista. Ahí, con sus piececitos en primer plano, este hombre sin brazos nos contaba cómo había superado cada obstáculo en su vida, cómo se había ganado su lugar en el mundo, y había demostrado que era tan valioso como cualquiera. En el epítome de su historia sale tocando la guitarra con esos fantásticos pies, frente a un hombre que para admira con alma, vida y sombrero. Los Angeles, 1987, concierto multitudinario, Juan Pablo Segundo es el admirado. Cuando la canción termina, el viejo se baja de su púlpito, se acerca a él, le da un beso, la audiencia explota emocionada, dice algunas palabras de cajón. ¡Qué momento!


Dejo claro de una vez: el personaje del video se llama Tony Melendez, un putas. Yo con dos brazos enteros parezco un tullido a su lado tocando guitarra, mis respetos para el parcero. Pero en ese momento, a esa hora del día, en ese lugar, y bajo todas las circunstancias descritas, solo pude pensar “¿y la entrevista?”. 


Mientras Tony seguía soltando notas con esos deditos virtuosos, dos mujeres detrás de mí comenzaron a llorar. La una decía a viva voz “Oh Tony, pobre Tony…” y berriaba después de cada frase. La otra la abrazaba, le decía que no llorara, pero lloraba más, y también decía “él está bien, no llores que él está bien”. Yo me voltié, las miré como quien no entiende la cosa, pero entonces noté algo espantoso: todos estaban en una trance hipnótico pesaroso. En una especie de momento comunal. Más llanto esporádico se sumó al de mis vecinas, más narices sonándose por las esquinas, ojitos vidriosos. Yo dije: o me conmuevo o me quedo por fuera de lo que sea que sea esto. Puse una cara triste, la peor que encontré, y apreté los ojos tratando de verme compungido, realmente tocado por la experiencia. 


Cuando se acabó la cinta (sí perritos, cinta, eso de digital, o DVD, o CD no existía, puro VHS) entró de nuevo el hombre de paño chirrete, los brazos cruzados, la mirada clavada en el piso. 


Un silencio mocoso reinaba.


Un minuto, casi dos, llegamos a tres… De pronto alzó su cabeza.


¿Qué les pareció la vida de Tony? Preguntó. Las voces sonaron en cada silla, se sobrepusieron entre sí, todos respondían a la vez. Al man se le veía de lejos que cada respuesta la valía verga. Él solo quería, como el Joker, armar un tierrero que condujera al caos. Y en el fondo tenía sentido tirar una pregunta de ese calibre al aire y armar el pedo porque la masa, en bruto, jalando para cualquier lado, se maneja resencillo. Obvio, me tocó sumarme a la cacofonía de tonterías, había que sobrevivir como fuera.


Entonces llegó el instante que definiría mi anécdota. 


Mientras el alboroto subía de tono y la gente se interpelaba entre sí, enumerando las cualidades de Tony, y admirando la forma en que superó las desventajas que afrontó en cada paso de su vida, el hombre de paño chanda miró hacia el infinito y soltó una de las frases más hija de puta que he podido escuchar en mi vida:


¡Y yo les pregunto!  -dijo-. ¡Sí Tony Melendez pudo tocar la guitarra con sus pies… 


¡NO PODREMOS NOSOTROS VENDER ENCICLOPEDIAS PUERTA A PUERTA!


Si les sigo contando no me lo creen, pero ya embalado, solo me queda terminar.


Como si un polvorín hubiera explotado, un rugido se apoderó del sitio: ¡SÍÍÍÍÍÍÍÍÍ! Gritaron todos al unísono. Yo sentí que la ira me comía. Una rabia me tentó con írmele encima a este charlatán de pacotilla. Pero la masa perritos… La masa es peligrosa. Y mientras yo arreaba madres por dentro, la gente saltaba eufórica a coger unas maletas que de la nada salieron. En fila, de a parejas, comenzaron a acomodarnos. Abajo un busesito nos esperaba, íbamos de toma de barrio a probarnos en terreno. Si lo hacíamos bien, si vendíamos algo, podíamos aspirar al contrato, sino, pa’ sus tres. Las ganas de putear cada minuto que estuve ahí se me escurrían de la boca, pero la charla de autoayuda, el video de Tony, la gente llorando, todo estaba muy fresco. Pensé, si me pongo de lambón a increpar a este timador, me gano tremenda levantada. Esta gente de ojos vidriosos me parte la madre en cinco. No queda de otra Manu: tocó el hacerse el güevon, gritar con los demás “¡sí!”, “¡de una!”, “¡claro que podemos!”, o de aquí voy a salir fornicado, y no precisamente como me gusta.


Así que ahí me ven, emocionado en mi ropa prestada, dando vítores de alegría entre esa masa amorfa, echando al aire “¡sí se puede!” cual marcha por la 26, sonriendo a la fuerza, levantando los brazos, viendo como me salía de esta situación ridícula. Obvio que firme con nombre falso, anoté un número trueco (las ventajas de un mundo sin celulares), bajé las escaleras con mi dupla, mi maleta con enciclopedias, mis 5 minutos de instrucciones para venderlas, y unas ganas inmensas de salir volando de ahí.


A punto de subir al bus, le digo al tipo que si me regala cinco, voy a hacer una llamada para avisar que me demoro. El tipo que nos monta en la puerta del bus me dice que tranquilo, que a dónde vamos hay teléfonos. Yo le insisto, es importante que sepan que me voy al mejor plan de mi vida, que no me toma ni un minuto esa llamada. 


En serio, sentía que me escapa de los movimentarios. 


El man me da una mirada de desconfianza, completamente justa, y me dice que le haga, que mi dupla me espera con la maleta. Yo cruzo la calle, entro a una cafetería que quedaba casi en la esquina, compro un garro, salgo, me asomo, y como si acabara de robarme algo, pego el pique hasta la esquina, sin rumbo, pensando solo en alejarme tanto como pueda. 


Correr con ropa más grande que uno es un desastre, pero las ganas podían más. 


Ya lejos, fui hasta el paradero para devolverme a mi casa. 


Era una hombre nuevo, desempleado, pero nuevo, porque me habían metido tremenda vacunada. Esa, al menos, no me la volvían a hacer. 


Tiempo después me hicieron otras, más ridículas, pero de cada una siempre salía con algo que contar.


Si no estoy mal, poco después conseguí un empleo de ruso por los lados de Bulevar. 


Me duró un mes.


Pero esa historia se las dejo para otro día. 

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