EL AMOR EN FRÍO (2004)
El día seguía lluvioso y Carolina sólo podía pensar en
el frío que hacía; era cortante, peligroso, como si no quisiera dejar de
lastimar. Por la ventana pasaban las corrientes de nubes que competían por
cubrir la ciudad del todo, se veían pesadas y llenas de agua, dispuestas a
regar la tierra para bendecirla. Con este clima tan aterrador, que no deseaba
contener más su furia, se alegraba de estar metida en su cama. ¿Estaría
lloviendo hacia el sur de la ciudad o solamente el agua caía por los lados de
su apartamento? Ante la pregunta se sonreía y apretaba más fuerte las sábanas
de lana contra su cuerpo. Eran pesadas, quizá como las ovejas que fueron
esquiladas por ella, olían a lavanda y estaban llenas de motas. Deslizó las
manos para sentir mejor las pequeñas ondas que su cuerpo creaba en las cobijas,
las jaló con fuerza como si quisiera descoserlas. Hacía mucho las había
comprado, pensó, y a pesar de todo seguían siendo tan resistentes como la
primera vez. Cuando llegó a este lugar, nueve meses atrás, fue lo primero que
buscó. Las llevaba metidas en unas cajas de manzanas tipo exportación que le
había regalado el tendero de su anterior barrio. Recordó cómo las desempacó con cuidado y las tendió en el piso, pues no había
cama, para que ella y David durmieran por primera vez juntos. También recordó
la primera comida en ese lugar; un par de sánduches de atún con Coca-Cola. Ella
los preparó mientras David compraba la gaseosa y la servía en dos vasos viejos
de mermelada. Comieron con ganas, como si los dos sanduchitos fueran el símbolo
apropiado de su nuevo hogar; un símbolo sencillo pero delicioso. Carolina
devoró los bordes primero y después continuó con el centro, David se echó a
reír de esa extravagancia y simplemente se lo comió de un mordisco, después se
acostaron.
¡Qué graciosa esa primera vez!, terminó de pensar
mientras se detenía en las caricias para luego sentarse en la cama y observar
por la ventana una señora, que cruzando la calle, buscaba refugiarse del
chaparrón en crescendo. Saltaba de un
lado a otro mientras los arroyos crecidos amenazaban con llenarle los zapatos
de recuerdos callejeros. Alzó la vista un poco y notó que el cielo era una
espesa masa negra, profunda y llena de vetas largas que se desprendían hasta el
suelo. Los rayos iluminaban de vez en cuando el entretenido panorama de gente
asustada por las gigantescas gotas, que parecían descalabrar a quienes
impactaban. Un señor con una carpeta, mientras corría hacia un toldo de
panadería trastabilló luego de haber sido azotado por algo; ella soltó una
risita y se alejó de la ventana hacia la cocina. En aquel temporal desenfrenado
había algo escondido que la tenía pensando desde que inició a llover y no la
dejaba descansar en paz. Se imaginaba a David empapado hasta el tuétano
buscando un sitio donde refugiarse. Pobre David, pensó con sentida lástima
mientras entraba a la cocina y prendía la luz. Pintaba el cuadro de su
compañero bajo alguna tienda esperando que la lluvia cesara mientras encendía
un cigarrillo. ¡Cómo le molestaba!, le había dicho miles de veces que eso sólo
lo llevaría a la tumba algún día. ¿Qué ganaba con estar fumando todo el
tiempo?, además, si hacían cálculos, el dinero que se perdía en cada garro
alcanzaba para cubrir en un mes la cuenta telefónica. Aún así David no dejaba
el vicio y Carolina no podía hacer nada, más que molestarse. Luego cayó en
cuenta de que todo era simplemente producto de su imaginación y pensó en lo
tonta que era. La cafetera pitó y apagó la estufita de dos puestos. Se sirvió
una taza inmensa, pues el frío ahora sí era aterrador, y la llenó de dos
cucharadas grandotas de azúcar; entre más dulce mejor, creía ella.
Volvió a su
cama soplando el café y se sentó a tomarlo con cuidado. Por la
ventana se veía como el agua seguía cayendo a cántaros; parecía que la
bendición ahora era una venganza. Fue cuando los vio, trozos de hielo azotaban
la ventana sin compasión y esta parecía querer reventarse. Por alguna causa el
granizo siempre le había parecido un espectáculo hermoso y lo catalogaba como
la nieve de los pobres, le fascinaba la idea de saber que del cielo caía algo
que sólo se podía ver en el congelador de la nevera. Volvió a levantar los ojos
y se encontró esta vez una espesa cortina de leche que lo cubría todo. Ahora
esto sí es un palo de agua, se dijo en voz alta mientras sorbía. Entonces la
imagen de David volvió, caminando bajo el hielo que intentaba descabezarlo,
corriendo entre calles como loco, buscando un refugio. Ya la tienda en la que lo
veía fumando le parecía poca cosa para el chaparrón tan berraco. No había nada
que lo protegiera de la horrible tormenta que se ensañaba con la ciudad. Era
como si un niño pequeño hubiera cogido un vaso de agua para regarlo sobre un
hormiguero. Así que David no tenía dónde esconderse, más aún cuando se lo
exigía un trabajo tan complicado como el suyo. La idea de que por culpa del
clima lo hubieran cachado la asustaba, verlo tras rejas la ponía a llorar. Ser
lo que él era no era cosa fácil y menos bajo las condiciones del día. ¿Por qué
nunca le había dicho algo respecto a eso? ¿Por qué jamás le había insinuado
hacer otra cosa? Lo molestaba por un cigarrillo pero no le decía nada por
quitarle a los demás lo que les pertenecía, arriesgar el pellejo, vivir con
delirio de persecución, etc., etc., y etc. ¿Por qué callaba frente a eso?, se
preguntó sin interés. Desde que estaban viviendo juntos ella nunca había hecho
algo por trabajar, David se encargaba de todo: pagaba el arriendo, pagaba los
servicios, hacía mercado y le sobraba dinero para salir juntos a cualquier
sitio. Ella simplemente se había limitado a mantener el lugar aseado y
organizado, de manera que cuando él llegara todo estuviera bien. ¿Había algo de
malo en esto? Apretó el entrecejo y terminó su taza de un sorbo sin dejar de
mirar por la ventana. La lluvia parecía no detenerse en su afán conquistador,
¿es que no iba a parar? Aunque bueno, pensándolo bien, hacía días, incluso
semanas, no llovía. Quizás el cielo también tenía necesidad de desahogar su
frustación y por eso le parecía que era el fin del mundo. Desahogar... que
graciosa palabra para designar el aguacero, pensó, y dejó escapar una de sus
risitas.
Tomó de nuevo las sábanas con fuerza y se recostó por completo. Mientras miraba el techo le pareció que se le iba a caer encima, pero después
se dio cuenta de que era otra cosa; lo que simulaba una fractura en el yeso era
una mancha de moho gigantesca que asemejaba un mapa de algún extraño país.
Aunque nunca había sido muy buena estudiante en el colegio, se dio a la tarea
de buscarle equivalencia geográfica con cualquier lugar. Visto de lado no era
nada, de revés era una elíptica deforme, de frente... de frente parecía algo.
¡Sí, no era un país, era algo más grande!; era África. Aunque siendo sinceros,
era una África medio amorfa, pero con imaginación no cabía duda de que era
África. Un lugar lleno de negritos y sol, donde nunca había agua ni nieve de
pobres ni frío ni nada. ¿Tendrían ladrones?, bueno, quizá sí, quizá no.
¡Sería el lugar perfecto para David!, pensó ávida de deseos. Y abriendo los
ojos se dio cuenta de todo; de por qué callaba frente al problema, de por qué
nunca decía nada, de cómo hasta ese momento había soportado todo menos el
cigarrillo. Al principio una sensación vaga de vergüenza se apoderó de sus
entrañas, pero descubrió que en vez de sentirse mal, contrariamente, a medida
que pensaba en el asunto aumentaba el bienestar. Cerró los ojos y se concentró
en saber que tenía, qué pasaba por su mente que no lograba coordinar sus
emociones. Apretó los ojos y comenzó a ver una luz de color verde; esta lo
llenaba todo y se hacía más fuerte a medida que lograba comprender el fenómeno.
Por fin con una de sus peculiares risitas se dio cuenta de que era orgullo.
¡Orgullo de un ladrón!, ¡de su ladrón! Sí, era eso, en definitiva era sólo eso.
Cómo no sentirse orgullosa de que su hombre, su varón, le proporcionara todo lo
que las demás nunca iban a obtener de sus patéticos maridos. Mientras los
novios, mozos, esposos, o etcétera de sus conocidas debían trabajar por una
miserableza de sueldo que medio les alcanzaba para vivir, David le daba ropa
fina y la mantenía a la moda. ¿Qué el apartamento era un cascarón vacío? Sí,
era verdad. Pero nada de eso se equiparaba con verse siempre como una mujer
rica, llena de posibilidades y medios. La apariencia lo era todo y después de
eso no había más. Nada mejor que levantarse cada mañana y arreglarse con calma,
consentirse en el baño por un buen rato, después salir y escoger qué nueva
camisa y qué nuevo jean debía estrenar, perfumarse con lo mejor que el dinero
pudiera dar y salir a causar envidia en medio de todas sus conocidas sin que
ellas no lograran más que morderse los codos de la rabia. Sí, fumar era malo
pero parecer una simple campesina era peor.
Un vez
que todo quedó claro, se tranquilizó frente al problema y volvió a sentarse en
la cama a mirar por la ventana. Las montañas de granizo se habían formado y la
lluvia parecía haber mermado. Las calles comenzaban a tener nuevamente vida y
las hormigas volvían a su trabajo. Con cuidado abrió la ventana y una corriente
fría se apoderó del cuarto; una corriente que lo llenaba todo y le hacía
recordar eventos al parecer insignificantes. Se levantó a buscar en el espejo,
ansiosa de examinar su rostro, lo que quería recordar. Se paró frente a él y se
quedó quietita durante algunos segundos. Sus cejas negras parecían indicar
sensualidad barata, y su cara era el reflejo de lo que con los años había
llegado a creer. Descubrió que cada día era más vieja, los años nunca pasan en
silencio frente a la humanidad. Y dejando escapar una risita se consoló en
pensar que apenas pudiera le diría a David que le pagara un lipectomía. Soltó
otra risita pensando en lo gracioso que era darle un significado y utilizar la
palabra lipectomía sin ni siquiera hablar francés. Pero bueno, eso era lo que
menos importaba, porque con David a su lado nunca tendría problemas. Largo rato
siguió de pie frente al espejo cogiéndose los gorditos inexistentes, pero que
ella lograba ver de alguna manera. De pronto sintió que algo la fulminaba, algo
que hasta el momento, nunca antes, había detallado, pero que ahora, después de
varios meses al lado de su compañero se había integrado a ella para dar paso a
algo aterrador. Sus ojos se veían oscuros, extraños, de alguna forma muertos.
Se acercó al espejo para constatar que no era precisamente algo referente a
ellos; de antemano sabía que veía muy bien y nunca había sufrido de problemas
visuales, dolores de cabeza, astigmatismo, etc. De hecho, casi ni leía como
para decir que este ejercicio se los había arruinado. No, era algo más
profundo, algo que venía de atrás. Como queriendo enfocar un objeto distante
los entrecerró hasta convertirlos en líneas. ¿Qué era eso que buscaba salir de
su alma, o más bien, que quería refugiarse de sí misma? Entonces lo vio y de un
salto llegó hasta la habitación principal aterrada. Se sentó en posición flor
de loto y metió la cabeza entre las piernas, queriendo esconderse de algo,
evadiendo lo que sabía ya que era inevitable, asustada por entender que aquello
que acababa de ver poco a poco iba a crecer más en ella, hasta que un día, sin
poder mantenerlo más tiempo oculto y enterrado bajo su máscara, tuviera que
dejarlo salir. El proceso ya se había iniciado y era imposible echarlo todo
hacia atrás. Lo peor es que ella era la verdadera culpable de todo el proceso,
y por culpa de su negligencia, de no haberse tomado la molestia de quedarse en
casa a mirarse a los ojos para saber qué estaba pensando, ahora su alma estaba
condenada a ese brillo maldito. Con rabia tomó una de las sábanas y la apretó
contra su cara, buscando un sitio en el cuál escaparse de sí misma. Luego una
lágrima aflojó en su rostro, una gota de lluvia cayó en la ventana, otra
lágrima se deslizó por su cara, otra gota de lluvia golpeó en la ventana, y como
la tormenta que se volvía a desatar, sus mejillas se llenaron de hilitos de
agua, mientras apretando los ojos buscaba consolarse de aquella sensación
nefasta. Comenzó a golpear la cama con ira, empuñando las manos cada vez con
más fuerza; sus uñas parecían enterrarse en sus palmas y la sangre no se hizo esperar al encontrar una salida. Fue cuando lo vio todo y con voz profunda,
lejana a su habitual tono dulzón y queriendo dejar salir algo de aquella
tensión, comenzó a gritar “maldito seas David, por tu culpa..., por tu
culpa...”, cada vez con menos fuerza, cada vez más tranquila. La tormenta
volvió otra vez a incrementarse y Carolina, contraria a ella, logró calmarse un
poco. Había dejado salir algo inexplicable de lo que parecía ser su alma y que
de alguna manera llevaba con ella oculto, guardado en el fondo de su abismo. El
frío se hizo intenso y tratando de apartar la mente de todo se quedó dormida.
Cuando se derramaba en sueños sintió que un golpe seco tronaba por el
apartamento y llegaba a su cuarto. ¿Cuánto tiempo había permanecido profunda?,
eso no lo podía saber en ese momento ni le importaba. El sonido se transformó
en el ruido de objetos cayendo de manera estrepitosa. Carolina se acurrucó en
su cama y se dejó llevar por los más raros pensamientos. ¿Quién haría ese
escándalo?, sabía que no era David, él siempre que llegaba gritaba desde la
puerta alguna tontería por saludo y seguía a la cocina por comida. ¿Entonces
quién?... ¡Ladrones!, pensó, no había duda que estaban robándolos. Los pasos
pesarosos se incrementaron por el apartamento y Carolina se sintió sola,
desprotegida frente al ataque de cualquier maniaco. ¿Y por qué no una maniaca? La pregunta le pareció estúpida para ese momento y se levantó de la cama. Los
pasos se detuvieron de un momento a otro y el silencio se hizo presente en la
habitación. La lluvia arreció y muerta del terror se sintió acorralada. Dos
segundos sordos llenaron la habitación y nuevamente se escucho aquel caminar
enfermizo y presuroso; se dirigía hacia ella. Carolina reaccionó al instante
asustada y lo único que se le ocurrió fue ocultarse bajo la cama. Como una
liebre se metió a su madriguera y comenzó a respirar despacio, buscando hacer
el menor ruido posible. Por la puerta entraron un par de tenis que
tambaleándose parecían buscar algo, llegaron hasta la cama y se quedaron al
lado de ella tendidos. Las lágrimas afloraron de nuevo en su rostro y con
horror fijó su mirada en ellos. Parecían conocidos ¿dónde los había visto
antes? Entonces se dio cuenta que sólo una persona en su vida usaba un par de
zapatos así y con desesperación salió de su escondite. Sobre la cama se
encontraba David tendido, apretándose el abdomen con las manos mientras perdía
su mirada en el techo. Se abalanzó sobre él y desesperada tomó sus manos buscando
que ocultaba; estaban frías y petrificadas. Con fuerza las separó y debajo
encontró una gran mancha roja; parecía un país y con asco retiro el pensamiento
de su cabeza. David volteó a mirarla y esbozó una sonrisa apagada. Una vez más
las lágrimas se hicieron presentes en la cara de Carolina e intentó
incorporarlo con cuidado pero sin éxito. David levantó una mano con delicadeza
y le acarició el rostro, luego agarró su cabello y apretándolo simplemente dijo
“la mancha del techo es muy graciosa”, para no dar ninguna opinión más. Carolina
comenzó a besarlo mientras le gritaba que no la dejara, que lo necesitaba, que
su amor no podía terminar así. Y casi automáticamente, de su garganta salió un
reclamo; “la lipe David, la lipe, no puedes hacerme esto”. Su cuerpo sintió el
frío que se apoderaba de David y que de alguna forma también lo hacía de ella.
El mismo frío que se apoderaba del cuarto y de la ciudad, el frío que al
parecer crecía sin proporción. La lluvia seguía golpeando los vidrios, la gente
seguía corriendo a escampar, el viento seguía cortando de manera despiadada,
afuera la vida seguía igual.
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