PUTA (2005)

Es fácil para un hombre hacer y deshacer con cuanta mujer se le pasa al frente, y Briggite era una de esas niñas que se prestaban para aumentar las estadísticas. Algunos la llamaban zorra, otros puta y los demás cualquiera. Ella prefería sentirse de ambiente. Así era ella y nada podía hacerse. Cada día traía una noche distinta y cada noche una cara diferente. Nunca cobraba y eso la hacía más apetecida. Dentro de lo normal podía considerarse una ninfómana; ya lo dije, ella se consideraba de ambiente.

Para Briggite cada hombre que cabalgaba era una línea más en su cuenta personal, pues pensaba que si un hombre tenía derecho a tener cuantas viejas quisiera, ¿por qué una vieja no podía tener cuantos hombres quisiera? Había aprendido, desde aquella primera y patética vez que el padrastro se aprovechó de ella, el fino arte de la simulación para esconder sus sentimientos de manera tal que nada ni nadie la lastimara.

¿Parece triste su historia?

No lo creo. Ella misma diría que esas maricadas le pasan a cualquiera en este mundo, yo no soy la única abusada o jodida, y acto seguido prendería un cigarrillo mientras su sonrisa vuela de amargura. Lo último sería despertar lástima por sí misma y con esto se afianzaba en su comportamiento.

Vivía con un grupo de amigas en un departamento del centro de la ciudad, cerca de La Candelaria, donde compartían gastos. Cuando tomaba mucho predicaba haber estudiado un semestre de alguna ingeniería pendeja, pero la verdad nunca nadie le creyó. Y como toda persona que gasta demasiado en vicios, ganaba poco para mantenerlos trabajando de mesera en un restaurante cerca de la Tadeo Lozano.

De cara era regular y el cuerpo pasable, pero ya ustedes conocen a los hombres. No se la comían por linda sino por mujer; a papaya ponida, papaya partida.

Una noche salió a tomarse unos tequilas y terminó como siempre lejos de casa. Con su acostumbrado guayabo cogió su ropa, se vistió rápidamente y arrancó para su sitio. No sabía de dónde salía ni con quién había estado, pero sentía que la había pasado muy bien. Cuando llegó lo primero que hizo fue acostarse a dormir; su cuerpo le reclamaba el no haberlo hecho. Pero el trabajo la esperaba y al medio día se levantó para bañarse… Fue cuando la vio; una gran mancha roja en su espalda con la forma de un banano (como todos los que conocía). Jamás la había visto y se sintió asombrada, pero no le dio gran importancia y se fue. Un día después la mancha estaba acompañada por nuevas figuritas y con el entrecejo estrecho entendió que algo andaba mal. 

No quiso alarmar a nadie y no comentó nada en su grupo, pero decidió buscar alguna respuesta a su condición. Para que nadie se enterara fue a una biblioteca a buscar lo que sabía, desde hacía mucho tiempo, que podía llegar a tener. Investigó sobre enfermedades de transmisión sexual detenidamente; entonces llegó a la descripción del SIDA…, palideció y en cuestión de segundos echó a llorar. Ahí estaba escrito que los síntomas que ella refería eran pertenecientes a esta enfermedad. Todos la miraron suspendidos con ganas de saber qué le sucedía, pero ella no dio pie a que la siguieran viendo como un bicho raro y se fue.
Ahora lo comprendía todo; su maldita forma de vivir era la conductora de un destino que conocía de antemano y al que sabía que algún día llegaría, pero que jamás había aceptado pensando que eso nunca le sucedería. Estaba mal y esa noche no quiso salir, como ya era frecuente.

Preocupada, se encerró en su pieza y se dedicó a llorar como una desconsolada. ¿Qué hacer? Tenía miedo de confirmar sus sospechas pero basarse en simples búsquedas de colegial no era muy inteligente.

Una de sus compañeras entró al cuarto y al verla en ese estado le preguntó que le sucedía. Briggite, ingeniosa como era, aprovechó el momento y le respondió que una prima aparentemente estaba enferma de sífilis y que no sabía cómo constatarlo. Su compañera le sugirió el hacerse algún examen que le permitiera saber la verdad, pero Briggite le respondió que su prima no tenía dinero ni seguridad social para hacerlo.

Después de un silencio de algunos segundos, le sugirió otra idea mucho mejor; donar sangre. Supuestamente cuando uno dona, la sangre se pasa por una evaluación y si llegaba a tener algo extraño, la sangre se rechazaba y al donante se le notificaba el problema para que tomara las precauciones necesarias. Una forma sencilla y barata de hacerse una prueba de sangre.

Briggite se limpió los ojos y le agradeció a su compañera la sugerencia, se levantó de su cama y como un rayo salió a donar su sangre. El proceso de evaluación duraría quince días, o eso al menos era lo que le habían dicho en la Cruz Roja.
Quince días en los que Briggite decidió beatificarse. No salía sino a trabajar, no tomaba sino jugos, no fumaba, no trasnochaba, no puteaba, no nada. Días en que ella por primera vez vivió de verdad, días donde aprendió a ver la luz del sol de otra manera, días que se sintió más viva a pesar de creer que moría.

Diecisiete días después llegó una carta. Su compañera la recibió y se extrañó de que un correo de la Cruz Roja llegara a su apartamento. Entonces lo comprendió todo y con ella en las manos busco a Briggite. Cuando la encontró en la cocina y se la entregó Briggite perdió el semblante; sabía que algo andaba mal, al igual que su compañera, pues la carta sólo llegaba si era así. Triste la abrió y pudo leer como se le comunicaba que se encontraba infectada del mortal virus y que ya había sido reportada al Ministerio de Salud para que la tuvieran en cuenta. Fin.

Briggite comenzó a llorar y a llorar desconsolada. Su compañera se enteró quién era realmente la prima de la que hablaba y algo desconcertada por no saber cómo actuar, se limitó a decirle de lejos que no se preocupara, que todo iba a salir bien. Briggite comenzó a contarle todo cuanto había hecho, desde que la mancha apareció en su espalda de manera sorpresiva, y la esperanza que tenía que no fuera así. Pero ya nada importaba y con violencia tomó su chaqueta y salió como una loca a perderse en la noche. En menos de doce horas hizo todo lo que no había hecho en casi veinte días y cuando el sol empezó a salir por los lados de Monserrate regresaba a departamento totalmente agotada.

Las que vivían con ella se habían enterado de su problema y de una u otra forma intentaban darle apoyo, no sin sentirse algo intimidadas. Briggite sonrió como nunca la habían visto hacerlo; con alegría franca y sincera.

Dijo que se daría un baño, que deseaba consentirse un poco. Las demás, a manera de condescendencia le dijeron que no había problema y se acostaron nuevamente. Veinte minutos después el timbre sonó y una de las niñas salió a ver quién era. Una nueva carta para Briggite había llegado de la Cruz Roja y emocionada su compañera corrió a dársela. Pero Briggite no respondía. Tocaron y tocaron y golpearon y patearon la puerta del baño, pero Briggite no respondía. Con violencia las demás se unieron a abrir la puerta y una vez que lo lograron con horror observaron el cuerpo de Briggite sin vida en el piso. Sus venas se encontraban abiertas de forma delicada y la sangre se había esparcido por todo el lugar. Con sangre se leía simplemente en el vidrio Adiós.

Ya conocemos a las mujeres; todas rompieron a llorar pero no se acercaban a ella por temor al virus. Una fue a llamar a la policía para lo del muerto y las demás salían como locas a los pasillos del edificio buscando ayuda. Entonces en medio de la desesperación, la compañera que había recibido la carta con fuerza la rasgo. Adentro se leían algunas cosas al parecer nada importantes: “...lamentamos el error...”, “...posible reacción a...” y “...reiteramos nuestra disculpa...”. Después tomó la carta y aplastándola con rabia dijo “por puta”, para dar con ella en la basura.


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